Masculinidades y Salud Integral. Repensando abordajes durante la adolescencia desde una perspectiva de género

Juan Carlos Escobar, Agostina Chiodi y Mariana Vázquez
Ministerio de Salud y Desarrollo Social, Argentina

Resumen—Este artículo presenta la política de salud dirigida a la población adolescente implementada en Argentina a través del Programa Nacional de Salud Integral en la Adolescencia (PNSIA), dependiente del Ministerio de Salud de la Nación. En tal sentido, se exponen las bases conceptuales que orientan el desarrollo del Programa como el enfoque de derechos y la concepción integral de la salud y sus determinantes sociales. De los múltiples determinantes de la salud, nos centramos especialmente en la desigualdad de género como eje central que combinado con otros factores sociales permite una mayor comprensión de las vulnerabilidades en salud de mujeres y varones durante esta etapa vital; poniendo el foco en la construcción de masculinidades y las implicancias de esta. Asimismo, se presenta un breve análisis del perfil epidemiológico de la población adolescente en el país, y las principales estrategias sustentadas en la perspectiva de género, que lleva adelante el Programa en sus diez años de trabajo.

Palabras clave—Adolescencias, Masculinidades, Salud Integral.

Masculinities and Comprehensive Health. Rethinking approaches during adolescence from a gender perspective

Abstract—This article presents the health policy aimed at adolescent population implemented in Argentina through the Comprehensive Health National Program in Adolescence, under the Ministry of Health of the Nation. In this aspect, the conceptual bases that guide the development of the Program are exposed bellow. This includes the rights approach, the integral conception of health and their social determinants. Among the multiples health determinants we choose gender inequalities as main point which combined with social factors allows a better understanding of the vulnerabilities of women and men during this vital stage focusing on the construction of masculinities and their implications. Likewise, a brief analysis of the epidemiological profile of the adolescent population in the country is presented, as well as the main strategies supported by the gender perspective, which have been part of the objective of the program during the ten years of existence

Keywords—Adolescence, Masculinities, Comprehensive Health.

Introducción

El Programa Nacional de Salud Integral en la Adolescencia (PNSIA) fue creado por resolución ministerial en el año 2007. Aborda la salud como un derecho humano y social, y es una de las herramientas del Estado para facilitar el acceso de la población adolescente a la construcción y goce de su salud integral. “La salud integral refiere al bienestar físico, psíquico y social y no solo la ausencia de enfermedad. Es por ello que la interdisciplinariedad y la articulación entre lo distintos niveles de atención de la salud de esta población son indispensables” (MSAL, 2018).

Asimismo, la salud integral se basa en el enfoque de Determinantes Sociales de la Salud, entendidos estos como “aquellas circunstancias en que las personas nacen, crecen, trabajan y envejecen. Esas circunstancias son el resultado de las distribución del dinero, el poder y los recursos a nivel mundial, nacional y local, que depende a su vez de las políticas adoptadas. Los determinantes sociales de la salud explican la mayor parte de las inequidades sanitarias, esto es, de las diferencias injustas y evitables observadas en y entre los países en lo que respecta a la situación sanitaria” (OMS, 2009).

En este marco, el principal propósito del PNSIA es favorecer las condiciones para el ejercicio del derecho a la salud de las y los adolescentes, y mejorar sus condiciones de vida. Sus acciones se sustentan en la Convención de los Derechos del Niño de rango constitucional, así como en la Ley Nacional 26.061 de Protección Integral de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes que garantiza el derecho a su salud integral (Art. 14) e introduce un cambio de paradigma en el que los y las adolescentes dejan de ser objetos de tutela para ser considerados sujetos/as de derechos. A esto se agregan también la Ley de Salud Sexual y Procreación Responsable (Ley 25.673), la Ley de Derechos del paciente, Historia clínica y Consentimiento informado (Ley 26.529), el reciente Código Civil y Comercial (2015); así como la Ley de Educación Sexual Integral (Ley 26.150), Identidad de Género (Ley 27.130), Matrimonio Igualitario (Ley 26.618), Protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres (Ley 26.485), Salud Mental (Ley 26.657); entre otras.

A pesar de este amplio marco normativo, existen barreras concretas al acceso de los y las adolescentes al sistema de salud, fundadas por un lado en el desconocimiento de las leyes, pero también en preconceptos ideológicos y morales de los propios equipos de salud. Para responder a estas situaciones se han desarrollado diversas líneas de acción orientadas a fortalecer el sistema de salud y adecuarlo a las necesidades de los y las adolescentes, para mejorar así sus condiciones de vida.

Por otra parte, resultó fundamental adoptar la perspectiva de género para analizar los datos epidemiológicos y orientar el desarrollo de las acciones. La perspectiva de género en salud implica incorporar el modo en que las asimetrías jerárquicas entre los géneros determinan diferencialmente el proceso salud-enfermedad-atención. Estas asimetrías articuladas con otras como edad, etnia y clase social establecen perfiles de morbi-mortalidad específicos así como modelos diferenciales de gestión y prevención de la enfermedad (Tajer, 2012).

Adolescencias, género y salud. Aproximaciones conceptuales

La adolescencia es un concepto relativamente moderno que se define como una fase específica del curso de vida. Para la Organización Mundial de la Salud (OMS) está comprendida entre los 10 y los 19 años. Los rápidos cambios físicos, cognoscitivos y sociales que se producen durante este período hacen que sea un momento único de la vida que requiere una atención especial, distinta de la que hay que prestar a niños/as y adultos/as.

Según el Comité de los Derechos del Niño, “la adolescencia es una etapa de la vida caracterizada por crecientes oportunidades, capacidades, aspiraciones, energía y creatividad, pero también por un alto grado de vulnerabilidad. Los/as adolescentes son agentes de cambio, y un activo y un recurso fundamentales con potencial para contribuir positivamente a sus familias, comunidades y países” . En este sentido, la adolescencia es un momento muy adecuado para efectuar con éxito las acciones de promoción del desarrollo y la prevención de problemas que tendrán repercusiones más severas durante la adultez si no son abordadas a tiempo.

Tradicionalmente, desde la epidemiología se ha hablado de riesgo como un enfoque probabilístico por el cual tal característica que carga el individuo lo arrastra a la posibilidad de que se produzca tal o cual evento. Por lo tanto, se enlazan de manera unicausal los fenómenos de morbimortalidad con el de tal conducta o característica. Posteriormente, frente a panoramas epidemiológicos más complejos se desarrolló el concepto de vulnerabilidad, como concepto más amplio que el de riesgo, en donde no solo se pone en relación al individuo con la enfermedad sino que se explora su contexto y las relaciones que junto con este determinan los perfiles epidemiológicos de las poblaciones (Ayres, 2006). Este enfoque resulta más adecuado para interpretar las intersecciones de múltiples factores como el sexo, el género, las condiciones socioeconómicas, el acceso a la educación y la salud, entre otros; los cuales determinarán modos diferenciales de transitar esta etapa de la vida . Por esto mismo, se postula “adolescencias” en plural, ya que la misma no es un fenómeno uniforme ni universal. solo existen personas a través de la singularidad de su historia, atravesadas por una condición social, cultural, económica y política. En términos de Dina Krauskopf (2000) (27) la adolescencia es un “período crucial del ciclo vital en que los individuos toman una nueva dirección en su desarrollo, alcanzan su madurez sexual, se apoyan en los recursos psicológicos y sociales que obtuvieron en su crecimiento previo, y asumen para sí las funciones que les permiten elaborar su identidad y plantearse un proyecto de vida propio”.

A su vez, es en esta etapa, acompañando el proceso de exogamia familiar cuando se inician las relaciones sexo-afectivas, se producen los primeros noviazgos y en general, el inicio de relaciones sexuales; las que se verán condicionadas también por diversos factores, entre ellos los patrones heteronormativos, determinando modos particulares de vinculación.

En este sentido, la incorporación del género como categoría analítica para el estudio de los procesos de salud-enfermedad-atención-cuidados (PSEAC) permite visibilizar el impacto que las relaciones de desigualdad entre varones y mujeres tienen en la construcción social de los problemas de salud y, el carácter diferencial para cada uno de ellos, así como las diferencias en las estrategias de cuidado y autocuidado y en las oportunidades de atención.

Género es una categoría relacional que refiere a una serie de atributos y funciones más allá de lo biológico/reproductivo, que son construidos social y culturalmente y adjudicados a los sexos para justificar diferencias y relaciones de opresión entre los mismos (DeKeijzer, 2010). El género se interioriza a través de la socialización, entendida como un complejo y detallado proceso cultural de incorporación de formas de representarse, valorar y actuar en el mundo. Este proceso no ocurre solo durante la infancia y la adolescencia, sino a lo largo de la vida (DeKeijzer, 1998). Mediante este proceso, niños y niñas aprenden qué implica ser un varón y una mujer para la sociedad a la cuál pertenecen, a partir de estereotipos que determinan cómo deben ser. Así, las definiciones culturales de “masculinidad” y “feminidad” se contemplan como construcciones históricamente emergentes y estructuralmente dinámicas a través de las cuales los individuos y grupos interpretan activamente, comprometen y generan sus comportamientos y relaciones cotidianas (Sabo, 2003)

Siguiendo en esta línea, la masculinidad se define como un “conjunto de atributos, valores, funciones y conductas que se suponen esenciales al varón en una cultura determinada” (Connell, 1995). De acuerdo a esto, social y culturalmente se exalta un tipo de masculinidad que influencia poderosamente la vida de los varones. Desde pequeños, se les enseña a distinguir entre la actividad y la pasividad, la autosuficiencia y la dependencia, la razón y la emoción, la fortaleza y la debilidad, el honor y la vergüenza, la valentía y la cobardía, el éxito y el fracaso, la dominación y la subordinación. Mientras que los primeros términos de estas dicotomías se construyen como deseables, los segundos definen la otredad femenina y es mostrando una férrea oposición a ella que los hombres construyen su identidad (Destefano, 2017).

Entonces, ´´la construcción de la masculinidad no trata solo de la generación de representaciones y prácticas sino también de una serie de presiones y límites en ciertas manifestaciones de la emotividad sobre todo relativas al miedo, la tristeza y, frecuentemente, hasta la ternura” (DeKeijzer, 2013). Existe un modelo hegemónico de masculinidad que produce una subjetividad esencialmente dominante que sirve para discriminar y subordinar a las mujeres y a otros varones que no se adaptan a este modelo. Esta forma hegemónica de socialización representa claras ventajas para el varón, quienes ya en la adolescencia gozan de un mayor dominio del espacio público, mayores concesiones para el ejercicio de la sexualidad, menor exigencia en las tareas domésticas y de cuidado; sin embargo con el paso del tiempo se cristalizan estos estereotipos e implican riesgos para su salud y la de otros/as, en 3 vectores principales (Kaufmann, 1997): a) Riesgo hacia mujeres, niños y niñas: a través de la violencia de género, abuso sexual infantil, embarazo impuesto y la falta de participación masculina en la anticoncepción y paternidad posterior; b) Riesgo hacia otros varones: a través de la legitimación de la burla, la presión y la violencia como modo de vinculación; c) Riesgo para sí mismo: el hecho de que la temeridad sea prueba de lo masculino aumenta el riesgo de accidentes, así como la alta incidencia de suicidio. A su vez, y en relación a esto último, los varones consultan menos y más tarde al sistema de salud, y las campañas orientadas a ellos muestran bajo impacto en la adopción de conductas preventivas y en la consulta precoz por problemas de salud (Bell, 2013).

La adolescencia es una etapa crucial en la “adquisición” de la masculinidad. La duda sobre si se logrará ser todo un hombre atormenta al adolescente, quien encontrará la manera de apaciguar la angustia reforzando los estereotipos y valores propios de su identidad de género. Es así como se incrementan las conductas temerarias y violentas, por ser la valentía y la fuerza dos rasgos valorados socialmente como propios de un “hombre bien hombre”. (Bonino, 2011). Por lo mismo, la masculinidad, en tanto construcción, exige pruebas y demostraciones que se deben rendir a fin de lograr el anhelado título de ser varón. Título que está bajo amenaza constante de ser quitado o sospechado de no ser lo suficientemente merecido, por lo que dichas pruebas y demostraciones también deberán ser constantes. En esta construcción, el grupo de pares masculinos tendrá un rol central en tanto ente que acredita y afirma esta masculinidad que debe adquirirse a un alto precio (Marques, 1997). En una investigación cualitativa realizada desde el PNSIA se pudo comprobar la importancia del grupo de pares en un ejemplo sencillo como “el piropo”: los varones suelen hacerlo acompañados, si tienen a alguien que lo festeje y aliente. El mismo no tiene la función de conquistar o de halagar a nadie, sino del reconocimiento del par varón, que al mismo tiempo muestra una falta de reconocimiento de la par mujer. Los adolescentes entrevistados en dicha investigación consignan que a pesar de saber que a las chicas no les gustan los piropos, lo hacen igual. En la misma investigación surgen relatos de acciones que dejan a la mujer en el lugar de objeto, como por ejemplo la circulación de fotos de alguna compañera sin ropa por whatsapp; la consideración de que ´levantarte a la chica de otro' sería un riesgo por las represalias que vendrían del varón ´dueño'; o la naturalidad con la que relataron que un amigo le ´regaló sexo' a otro, al gestionar el encuentro sexual con alguna compañera. En ese sentido, Segato (2013) refiere que “la violencia es la demostración, el tributo, que un varón rinde a su cofradía viril a fin de ser reconocido y aceptado como un igual, rindiendo así cuentas del mandato de masculinidad”.

Todo lo anterior refiere a una posición que desde el psicoanálisis se ha caracterizado como “impostura masculina” y que responde a lo que señala Badinter de que un varón para ser considerado tal, debe mostrar continuamente que no es un niño, que no es una mujer y que no es homosexual (Badinter, 1993). Así, “la homofobia resulta ser el principal instrumento de construcción, mantenimiento y control de la masculinidad. A través del miedo, invisibiliza y normaliza la violencia, silencia y aísla a las víctimas y perpetúa la legitimidad de las burlas, insultos y amenazas como una forma válida de relación entre pares” (Destefano, 2017). Varias investigaciones llevadas a cabo en nuestro país, por organizaciones de la sociedad civil consignan que ser o parecer LGBT y el no cumplir con las normas de género asignadas culturalmente a varones y mujeres son algunas de las causas más frecuentes de acoso escolar. A su vez, con el creciente acceso a la tecnología, este problema se extendió a las redes sociales: el ciberacoso implica la utilización de mensajes difamatorios a través de mensajes de texto, correo electrónico y páginas web.

Entender el género como categoría relacional permite analizar modos particulares de socialización de los varones entre sí, con las mujeres, y consigo mismos; por ejemplo, relaciones sexo-afectivas y de noviazgo con un gran componente de celos y control, como expresión más sutil de la violencia en nombre del amor; así como la constante presión de los varones sobre las mujeres para mantener relaciones sexuales, incluso sin protección. Este análisis de los vínculos entre varones y mujeres desde un enfoque de género permite, además de explicar los diferentes lugares que ocupan ambos en la sociedad, observar que en la diferencia se esconde una jerarquía y un poder asimétrico: el género masculino se construye en el polo hegemónico y el femenino en el polo subordinado de una relación binaria. Esta base de desigualdad y valoración de los géneros conforman las condiciones estructurales de la sociedad en la que se originan y sustentan todas las posteriores violencias ejercidas contra las mujeres. En palabras de Ana María Fernandez (2009) “solo se victimiza a quien se considera inferior”.

La situación de la población adolescente en Argentina

Actualmente viven en Argentina alrededor de 7 millones de adolescentes entre 10 y 19 años, con una distribución por sexo de 50.9% varones y 49.1% mujeres. Este grupo etario representa el 17% de la población del país, y tuvo un incremento poblacional significativo que rozó el 30% entre 1980 y 1991, disminuyendo el ritmo de crecimiento durante las décadas siguientes en función del descenso de la fecundidad global.

Desde el punto de vista epidemiológico, la población adolescente presenta una baja prevalencia de morbi-mortalidad respecto a otros grupos etarios. Con una tasa de mortalidad de alrededor de 5 cada 10.000 habitantes entre 10 y 19 años, se evidencia que la probabilidad de morir en la adolescencia es inferior que en otros momentos del curso vital. Sin embargo, la mayor proporción de defunciones en este grupo ocurre por causas evitables y, a la vez, están asociadas a situaciones de violencia que provocan lesiones intencionales o no intencionales, autoinfligidas o infligidas por terceros.

Desde la creación del PNSIA, se generó la necesidad de contar con información sanitaria detallada y de calidad para implementar políticas a nivel nacional, provincial y municipal. En el año 2008 se solicitó a la Dirección de Estadísticas e Información en Salud (DEIS) del Ministerio de Salud de la Nación que comience a efectuar el corte de edad de 10 a 19 años para procesar datos específicos de Estadísticas Vitales en ese grupo etario. Así, desde el año 2009, se logró contar con la publicación de un Boletín Epidemiológico anual de salud adolescente.

En el año 2016 se publicó el documento: “Situación de salud de las y los adolescentes de Argentina” que recabó no solo datos de la DEIS, sino también investigaciones y reportes de distintas instituciones, con el objetivo de dar a conocer los datos más relevantes sobre determinantes sociales de la salud, salud sexual y reproductiva y morbimortalidad por causas externas, entre otros.

El análisis de la información epidemiológica desagregado por edad y específicamente por sexo, permite una primera aproximación a las vulnerabilidades diferenciales de género que atraviesa la población adolescente en términos del impacto que tienen sobre su morbilidad y mortalidad. En relación a esta última, los motivos de muerte más frecuentes entre los 10 y 19 años son las causas externas (CE), definidas por la OMS (2002) como aquellos eventos y circunstancias del ambiente identificados como la causa de la lesión, y que se vinculan a situaciones de violencia. Esta clasificación incluye a las lesiones no intencionales (habitualmente llamadas “accidentales”), intencionales autoinfligidas o infligidas por terceros, y de intención no determinada. De manera tal que los eventos más importantes que afectan a los y las adolescentes son las lesiones de tránsito, los suicidios y los homicidios.

Al examinar algunos de los datos nacionales, vemos que el conjunto de CE constituyó en el año 2016, el 55% de las muertes adolescentes en Argentina (1897 de las 3553 defunciones totales). El 83% de las muertes por CE, cualquiera sea la causa, corresponde a varones; y más del 80% de los fallecimientos por estas causas ocurren entre los 15 y 19 años. Asimismo, la tasa de mortalidad adolescente por CE es de 30 x 100.000 habitantes a nivel nacional, presentando diferencias significativas entre las provincias.

Mortalidad adolescente según grupo de causas

Fuente: (DEIS, 2016)

Como puede observarse, los incidentes de tránsito constituyen la primera causa de muerte en la población adolescente, ocupando el suicidio el segundo lugar y el homicidio el tercer lugar a nivel nacional, con especificidades regionales.

Al analizar los datos según sexo se observa que los varones sufren 3,5 veces más incidentes de tránsito que las mujeres, se suicidan 3 veces más y sufren casi 6 veces más lesiones por agresiones que las mujeres.

En cuanto a los suicidios, si bien el número de intentos es superior en las mujeres, la concreción es mayor entre los varones, quienes buscan métodos considerados más violentos y dan menos señales previas; por lo que se desprende que las determinaciones parecieran ser más abruptas.

Según la Encuesta Mundial de Salud Escolar (EMSE) del año 2012 realizada entre adolescentes de 13 a 15 años, respecto a algunos indicadores relacionados a salud mental e ideación suicida (si se sienten solos/as siempre o casi siempre, si consideraron la posibilidad de suicidarse y si hicieron un plan acerca de cómo suicidarse en el último año) fueron las mujeres las que contestaron afirmativamente en mayor medida. Esta información coincide con los datos de mayores intentos de suicidio en las mujeres, aunque podríamos inferir que a los varones les cuesta más expresar el malestar. De acuerdo a datos de la misma encuesta relacionados a la prevalencia de lesiones por agresiones en adolescentes, los varones superan a las mujeres en los siguientes 3 items: haber sido atacados físicamente al menos una vez, haber participado de una pelea, y haber sido heridos de gravedad al menos una vez, durante el último año; lo que da cuenta de una socialización escolar más violenta en los varones.

Por otra parte, aún cuando no se dispone de información oficial acerca de los indicadores de salud y vulnerabilidad en la población adolescente LGTBI, algunos estudios específicos permiten inferir cuestiones vinculadas a la morbimortalidad por situaciones de violencia, abonando al planteo inicial del impacto de los modelos de género hegemónicos sobre la salud de los y las adolescentes. Por ejemplo, una encuesta realizada por la ONG Capicüa (2014) sobre 2200 adolescentes de 15 a 18 años en 29 escuelas de 10 provincias argentinas, arrojó como resultado que el 77% presenció o conoce situaciones de agresión definidas como acoso escolar, cuya primera causa está asociada a la apariencia física (34%) y la segunda causa se refiere a la orientación sexual y/o la identidad de género (20%). En la misma línea, la Encuesta de Clima Escolar en Argentina dirigida a jóvenes LGTBI realizada por la ONG 100% Diversidad y Derechos, mostró que el 76.2% escuchó comentarios despectivos y el 68% manifestó sentirse inseguro en la escuela por su orientación sexual.

La frecuencia de la discriminación por motivos de orientación e identidad sexual es de particular interés para comprender la situación de salud de este grupo, ya que tiene múltiples impactos tanto en los aspectos físicos, como emocionales y relacionales. Puede influir sobre el desarrollo de cuadros depresivos o de ansiedad y otros factores que afectan la salud en el corto, mediano y largo plazo, incluso en relación a problemas de bajo rendimiento educativo, ausentismo, abandono escolar e intentos de suicidio.

En relación a la salud sexual y salud reproductiva de los y las adolescentes también pueden observarse vulnerabilidades específicas diferenciales por género. Los datos de la Encuesta Nacional sobre Salud Sexual y Reproductiva (2013) muestran que el 62% de los varones y el 52% de las mujeres adolescentes mayores de 14 años ya habían tenido su primera relación sexual al momento de la encuesta.

Respecto al nivel de consentimiento en la primera relación sexual, el 87% de las mujeres afirmó que había querido tener la relación en ese momento, mientras que un 8% reportó haber querido posponer esta relación, y un 4% declaró que fue forzada.

Es fundamental dar cuenta que, como consecuencia de la relación implícita de dominación y subordinación entre los géneros, los celos, los sentimientos posesivos y conductas coercitivas de control sobre las mujeres son naturalizados e interpretados como manifestaciones de “amor”; y estas se ponen en juego a temprana edad ya en las primeras relaciones sexo-afectivas en la adolescencia. Muchas situaciones de violencia en las parejas adultas pueden identificarse como formas de relacionarse ya instaladas durante la adolescencia, de acuerdo a como se negociaron las relaciones de poder entre sus integrantes.

En este sentido, respecto a la presencia de violencia en las relaciones sexo-afectivas entre adolescentes, el Observatorio Nacional de Violencia contra las Mujeres presentó un informe a principios de este año, relevando las llamadas telefónicas recibidas en la Línea 144 de asistencia a las víctimas. Durante el año 2017, recibieron 48.749 llamadas, de las cuales 532 corresponden a adolescentes de 12 a 17 años. Resulta significativo que 8 de cada 10 llamadas refieren a adolescentes mujeres entre 16 y 17 años en situación de violencia. Según este relevamiento el 80% de los agresores se encuentran en el rango etario entre los 15 y los 23 años, destacándose el tramo más significativo entre quienes tienen entre 18 y 20 años (el 38%). Sin embargo es interesante destacar que un 20% de agresores supera los 24 años de edad. La mayor cantidad de situaciones de violencia de género, se da en varones de 18 a 20 años contra adolescentes mujeres entre 16 y 17 años; aunque se identificaron casos de adolescentes de 13 y 14 años que se encuentran en situación de violencia cuyas parejas tienen entre 15 y 17 años. En el mismo informe, la violencia psicológica se destaca como el tipo de violencia de mayor frecuencia (94.20%), seguida por la violencia física (82,9%). En relación a quien ejerce la violencia, 7 de cada 10 casos de violencia de género hacia adolescentes, da cuenta de agresiones perpetradas por sus novios o parejas; mientras que 3 de cada 10 por sus ex novios o ex parejas.

Respecto a las formas más extremas de violencia contra la mujer, según un informe de la Oficina de la Mujer de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, durante el año 2015 se registraron 235 femicidios, de los cuales 26 fueron perpetrados contra adolescentes mujeres de entre 16 a 20 años, y 9 casos corresponden a mujeres adolescentes de 11 a 15 años.

Asimismo, de acuerdo a los datos del Observatorio de Femicidios de la Sociedad Civil “Adriana Marisol Zambrano” se puede observar un aumento de los femicidios en las adolescentes; mientras que en el período 2011-2014 representaban menos del 9% de los casos, a partir del 2015 en adelante ya representan más del 13% de los femicidios registrados (Ver Tabla 1).

1
Femicidios registrados en Argentina

Finalmente, desde el punto de vista sanitario, cuando se trata de la salud integral de las mujeres, analizar el embarazo en la adolescencia cobra gran relevancia. En este marco, la tasa de fecundidad adolescente (frecuencia relativa de nacimientos cada 1000 adolescentes en un año) es el indicador privilegiado para medir la evolución del embarazo en esta población. Dadas las diferencias que existen dentro de la fase de la adolescencia, el indicador se divide en tasa de fecundidad temprana (10-14 años) y tardía (15-19 años). La tasa de fecundidad adolescente tardía se mantuvo en los últimos veinte años en un nivel relativamente similar, aunque con fluctuaciones, siendo en 2016 de 55,9 x 1000. La tasa temprana, por otro lado, ha permanecido más bien estable (alrededor de 2 x 1000); esto significa que, por año, cerca de 3000 niñas menores de 15 años se convierten en madres, lo que merece una preocupación especial no solo por el riesgo que representa a su salud física y emocional el embarazo a esa edad, sino porque a menor edad de la adolescente, mayor es la probabilidad de que el embarazo sea producto de abuso sexual, relaciones forzadas, o explotación sexual.

Las tasas de fecundidad tardía muestran gran variabilidad a lo largo del país: mientras la Ciudad Autónoma de Buenos Aires presenta la más baja (23 x 1000), las provincias del Noreste Argentino exhiben las más altas (Chaco, Formosa y Misiones superan los 80 x 1000) (DEIS, 2016).

Por otra parte, los datos del Sistema Informático Perinatal (SIP) (2014) ponen de manifiesto la repitencia de embarazo en la adolescencia: el 20% de los nacimientos de madres adolescentes que ocurren cada año en establecimientos públicos son de orden de 2 o más. Las cifras también revelan la ausencia de planificación en las adolescentes madres; el 68,1% reportó no haber planificado el embarazo, y 8 de cada 10 de ellas no estaba utilizando ningún método anticonceptivo al momento de quedar embarazadas (SIP, acumulado 2010-2014). La no planificación del embarazo da cuenta entre otras, de las barreras de acceso al sistema de salud, y a prestaciones efectivas de salud sexual y reproductiva. Pero, por otro lado, tomando como referencia el embarazo en las menores de 15 años, cuya no planificación asciende al 83%, revela situaciones de inequidad de género, mayor posibilidad de relaciones no consentidas y abuso sexual, como ya se refirió anteriormente (SIP, 2014).

En síntesis, los datos disponibles permiten construir un mapa de situación sobre la salud en la adolescencia y analizar los factores asociados a las violencias desde una perspectiva de género, de manera que sirvan para contribuir al desarrollo de políticas integrales e inclusivas.

Hacia una política integral de salud adolescente

Con el objetivo de garantizar la cobertura universal de salud, el PNSIA desarrolla dos grandes estrategias:

De acuerdo a los datos epidemiológicos analizados en función del género, se asume que el reto de trabajar con varones desde una perspectiva de equidad implica la necesidad de establecer condiciones que erradiquen tanto la violencia de los varones contra las mujeres, como también el ejercicio de la violencia contra otros varones y contra sí mismos. En este sentido, se plantearon algunas líneas de acción:

Consideraciones finales

Si bien desde hace algunas décadas se aprecian avances en la producción científica sobre género y salud, la comprensión de la problemática de la vulnerabilidad en varones, en particular adolescentes, y de los procesos de salud-enfermedad- atención-cuidados, aún no incluye integralmente la experiencia de los mismos y sus dificultades específicas. Las políticas públicas de promoción de la salud pierden impacto en la población de adolescentes varones al no considerar las modalidades propias en que la masculinidad hegemónica como ideal conduce a los varones a participar de los riesgos en los cuales se ven involucrados (Tajer, 2018). Tampoco incluyen la problematización de la violencia hacia las mujeres desde etapas más tempranas.

La bibliografía muestra cómo la socialización masculina está asociada a mandatos que a su vez, pueden convertirse en vulnerabilidades tanto para hombres como para mujeres; sumado a la posición de privilegio que los hombres siguen detentando. Esto produce una desigualdad de oportunidades, la cual se refleja de manera paradigmática en el campo de la salud.

Por ello, es fundamental incorporar la perspectiva de género en el diseño y ejecución de las políticas sanitarias. Y en el trabajo con niños/as y adolescentes, esto debe complementarse con estrategias que incorporen la educación sexual integral en la currícula escolar, basada en género y derechos.

Lo referido hasta acá, da cuenta de la importancia de que todas y cada una de las instituciones que trabajan con adolescentes realicen un profundo trabajo de deconstrucción de los estereotipos de género. Ofrecer otras propuestas de masculinidad posible, respetuosas del/la otro/a que no se anclen en asimetrías, así como promover modelos de relaciones equitativas y sin violencia entre los géneros e intragénero, puede favorecer fuertemente a la salud integral tanto de los varones como de las mujeres.

Finalmente, y sin la intención de presentar un listado acabado, se plantean algunos desafíos para la gestión del Programa, pero que también pueden servir como aportes para otras prácticas: